Fuente: Wikipedia
A Dios se le ruega prácticamente por todo. Muchas veces las peticiones son contrarias al propio mensaje del Dios cristiano. Abundan los ejemplos de quien pide la destrucción de su enemigo para alcanzar el bien propio. Del mismo modo que se supone que la guerra es obra del diablo, ésta se justifica cuando la misión es noble y dedicada a proteger los valores de la Iglesia. Así, basta con declararse defensor de los valores más puros para poner a Dios de nuestro lado. Y en el seno de esa hipocresía se han justificado todas las atrocidades imaginables.
Mark Twain describió el horror de estos rezos despojandolos de su retórica habitual en un magistral discurso en «La oración de guerra«. En el altar una persona se dirige a todos para expresar en voz alta las verdaderas intenciones enmascaradas habitualmente con el lenguaje de la corrección y los eufemismos:
«Oh Señor, nuestro Padre, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, salen a batallar. ¡Mantente cerca de ellos! Con ellos partimos también nosotros -en espíritu- dejando atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar al enemigo. ¡Oh Señor nuestro Dios, ayudanos a destrozar a sus soldados y convertirlos en despojos sangrientos con nuestros disparos; ayudanos a cubrir sus campos resplandecientes con la palidez de sus patriotas muertos; ayudanos a ahogar el trueno de sus cañones con los quejidos de sus heridos que se retuercen de dolor, ayudanos a destruir sus humildes viviendas con un huracán de fuego; ayudanos a acongojar los corazones de sus viudas inofensivas con aflicción inconsolable; ayudanos a echarlas de sus casas con sus niñitos para que deambulen desvalidos por la devastación de su tierra desolada, vestidos con harapos, hambrientos y sedientos, a merced de las llamas del sol de verano y los vientos helados del invierno, quebrados en espíritu, agotados por las penurias, te imploramos que tengan por refugio la tumba que se les niega -por el bien de nosotros que te adoramos, Señor-, acaba con sus esperanzas, arruina sus vidas, prolonga su amargo peregrinaje, haz que su andar sea una carga, inunda su camino con sus lágrimas, tiñe la nieve blanca con la sangre de las heridas de sus pies! Se lo pedimos, animados por el amor, a Aquel quien es Fuente de Amor, sempiterno y seguro refugio y amigo de todos aquellos que padecen. A Él, humildes y contritos, pedimos Su ayuda. Amén».
(Después de una pausa)
«Así es como lo habéis rezado. ¡Si todavía lo deseáis, hablad! El mensajero del Altísimo aguarda».
Más tarde se creyó que el hombre era un lunático porque no tenía sentido nada de lo que había dicho.